De un papá muy orgulloso para una hija extraordinaria

En unos días se cumplirán dos meses de mi cruce doble del canal de Catalina. En los días que siguieron a la travesía, me apegué a una regla que tiene Rafa, mi entrenador, y que tuve que aprender a seguir: un día de descanso por cada hora que haya durado el nado. Al principio me limité a hacer estiramientos y poco a poco incorporé ejercicios aeróbicos, pero a una intensidad de recuperación activa.

La preparación para mi intento de cruce doble del canal de la Mancha en 2020 inició oficialmente el 23 de septiembre. Lo más relevante de estas cuatro primeras semanas no han sido tanto mis entrenamientos, sino mi participación, en calidad de porrista, en el maratón de Chicago.

Hace unos meses, tras completar el medio maratón de San Diego, mi hija Ximena decidió que dejaría de lado los 21.1 kilómetros e incursionaría en el evento completo. Vimos el calendario y, dado que ésta iba a ser su primera participación, decidimos que Chicago sería nuestro siguiente destino.

A diferencia de otras ocasiones, ahora no tuvimos muchas oportunidades para entrenar juntos. Ella tenía que hacer distancia en Toluca, y yo la mía en el agua.

Llegó el día del viaje y, desde que estábamos en la fila en el aeropuerto, me empecé a sentir raro. No sabía exactamente qué era, pero algo no estaba en su lugar.

Finalmente, cuando salimos de la terminal aérea y nos subimos al taxi, caí en cuenta de que ese sentimiento extraño estaba relacionado con el hecho de que era la primera vez que iba a un maratón como espectador. Al subir al coche, compartí mi reflexión con Ximena. “Ya era hora, papá. ¿A cuántos Ironman, maratones y nados he tenido que ir de porrista?”. Tenía razón: me había acompañado muchas veces.

El viaje del que tenemos recuerdos más gratos es el que hicimos cuando participé en el Ironman de Panama City, Florida; Ximena tenía 11 o 12 años. El día del evento le entregué una nota con mis posibles parciales y le indiqué que estuviera al pendiente para que me pudiera ver cada vez que pasara. Le dije algo así como “nos vemos en once horas; ayuda en la zona de llegada y estate atenta para verme pasar”.

En esta ocasión me ofrecí a correr con ella los últimos diez kilómetros para alentarla en ese momento crucial de cualquier maratón.

En la tarde del viernes me encontré a Juan Luis Barrios, quien estaba en Chicago como comentarista de televisión. Se ofreció a platicar con Ximena y el sábado antes la cena nos juntamos con él. Me dio mucho gusto que uno de los grandes corredores de fondo compartiera su sabiduría con ella.

Después de preguntarle cuál era el tiempo aproximado que esperaba hacer, le dijo: “Los primeros cinco kilómetros son muy importantes. No salgas rápido y, en la medida de lo posible, resérvate para la segunda parte. Cuando llegues a los treinta o treinta y dos kilómetros, vas a estar cansada; será el momento en que verás a tu papá. Ambos deben ser pacientes”. Cerró con otro consejo: “disfruta mucho tu carrera”.

A la mañana siguiente la acompañé a la salida y, después de que cruzase la línea, me retiré. La seguí con ayuda de una aplicación y calculé la hora en que pasaría por el kilómetro treinta y dos. Tomé el transporte público para llegar a ese punto y ahí la esperé unos veinticinco minutos.

Durante la espera me estiré, hice algunos movimientos de chi-kung y calenté mis músculos. Estaba listo para recibir a Ximena. Como había sugerido Juan Luis, quería hacer todo lo posible por no darle lata; seguramente estaría cansada y de mal humor.

La vi a la distancia, a unos 300 metros de donde estaba parado. Me preparé y, cuando estaba a 10 metros, empecé a trotar. En cuanto estuvimos hombro a hombro, volteé a ver su cara. En lugar de encontrar un semblante de sufrimiento, vi una sonrisa de boca a boca.

“Me siento muy bien —dijo—. Vayamos tres millas más a este ritmo y veamos qué pasa en las últimas tres”.

Si manteníamos el paso, para mí iba a ser un recorrido de una hora y veinte minutos. A los cuarenta minutos comencé a sentir el rigor; llevaba meses sin correr y los isquiotibiales empezaron a dolerme. Me estaba costando trabajo.

Fue entonces cuando, de la nada, sentí cómo caía con todo mi ser sobre el suelo: me había tropezado con una bolsa de plástico llena de botellas de agua que una ráfaga de viento había desplazado hasta la mitad de la pista. Afortunadamente, las lecciones de judo que tengo guardadas en lo profundo de mi cerebro se manifestaron y logré evitar una caída fatal. Tardé unos segundos en levantarme —sentía un dolor fuerte en el brazo—, pero me revisé y, aparentemente, todo seguía en su lugar.

Continuamos y noté que me sentía mejor. Probablemente eran los efectos del choque de adrenalina; agradecí la dosis el dopaje natural.

Conforme nos acercábamos a la meta, Ximena comenzó a incrementar el paso. A cuatro kilómetros de distancia, empieza el ritmo subir a 6:00/6:15 minutos por kilómetro. Me costó, pero no podía dejar de apoyarla.

A cien metros de distancia, aceleró. Mis piernas ya no daban más, así que llegó antes que yo a la meta. No podía más que sentirme orgulloso: mi hija había terminado su primer maratón.

La abracé, le di un beso y, con una sonrisa, me dijo: “Papá, quiero hacer otro maratón”.

Para celebrar su logro, en la noche cenamos con Juan Luis. Mientras escuchaba cómo planeaban la próxima aventura, no me quedó más que hacer una nota mental para decir a Rafa que necesitábamos incluir metros de carrera en mi entrenamiento. No quiero llegar cinco minutos detrás de Ximena en su próximo maratón.