Junio 28, 2017
Hace unos días tuve un sueño extraño. En él estaban la bisabuela María, la abuela Martha, la tía Nina y Don Julián. Un coctel de aventuras y recuerdos.
La casa de la bisabuela María y la tía Nina es ahora el consultorio donde Lucía practica el psicoanálisis. En los análisis —me ha dicho— generalmente surgen sueños que resultan incomprensibles y enigmáticos para el soñante. Freud decía que el texto de un sueño está cifrado como una escritura jeroglífica que necesita descifrarse. De ahí que cada vez que soñamos nos sorprendan imágenes de lugares que condensan múltiples realidades, como es el caso del sueño que les voy a relatar.
Ir a visitar a la bisaera siempre algo especial. No podía ir solo, sino que me llevaban mis padres o tenía que pedir a mi nana que me llevara. Cuando llegaba me iba a la sala; siempre estaba helando. La bisavivía envuelta en un abrigo que era de pieles finas, o al menos eso decían los adultos. El abrigo era uno de los pocos recuerdos que quedaban de épocas económicas más pudientes.
La bisay yo teníamos un secreto, uno de los muchos que había en esa casa. En sus bolsillos siempre había un chocolate, de esos que tienen licor y luego una cereza. Me lo daba y me decía: “Toñito, no le digas a nadie, pues si se enteran, me los quitan”. La bisaera diabética y hacía trampa todo el tiempo.
Acto seguido iba a ver a Nina, una tía de mi papá que se había quedado soltera. Ella veía por la bisabuela María y el bisabuelo José.
El talento artístico de la tía Nina era increíble. Tenía un taller donde hacía reproducciones de figuras chinas que se vendían en una tienda llamada el Palacio Chino en la Avenida de los Insurgentes. Los dueños del negocio vivían enfrente, en otra casa que seguramente estaba encantada, pero de la que hablaremos en otro momento.
Siendo el primer hijo, el primer nieto y el primer sobrino en las familias de mi madre y mi padre, tuve el privilegio de poder gozar de toda la atención de una familia numerosa por ambas partes. Sin embargo, la tía Nina y la abuela Martha ocupan un lugar especial en mis memorias de niño.
Subir al taller de Nina era una experiencia especial. Por todos lados había figuras y piedras de vidrio que, para mí, eran iguales a las piedras preciosas. Mi abuela Martha, por su parte, siempre me leía libros llenos de aventuras, especialmente de piratas.
No sé en qué momento ambas historias se unieron, pero un día amanecí con una carta del pirata Don Julián en la cual me decía que ambos teníamos que ir a encontrar el tesoro que otros piratas le habían robado en una confrontación.
Lo único que me pedía Don Julián era que me portara bien en la escuela. Me imagino que mi abuela escuchaba los lamentos de mis padres. Yo era un niño que no podía permanecer sentado en clase; siempre me metía en problemas en una escuela de conducta rígida como el Colegio Alemán y, en ese entonces, temían que me volviera un delincuente a mis escasos cuatro años de edad.
Don Julián trajo paz a mi vida. Todas las tardes recorría la cuadra que separaba la casa de mis padres de la de Nina. Los bisabuelos habían muerto.
Una tarde llegué y había una alfombra nueva en el cuarto de Nina. Era totalmente diferente a las alfombras que conocía. Me enseñó un libro y me dijo que era una alfombra árabe, de esas que vuelan. Don Julián la había dejado y era nuestra responsabilidad encontrar las palabras mágicas para que volara.
Pasaron muchas tardes sin que pudiéramos encontrar las palabras adecuadas. Mientras tanto, con nuestra imaginación volamos a lugares increíbles, viendo las montañas, el mar y los posibles lugares donde pudiera estar el tesoro.
Quedarse a dormir en casa de la abuela Martha era lo máximo. Podía comer lo que quisiera y siempre había un cuento. Teníamos prohibido ver la televisión. Ésa era la condición que mis padres ponían.
Una mañana de lluvia, al despertarme, encontré un pedazo de piel enrollado. No sabía qué era, pero la curiosidad me llevó a abrirlo de inmediato. Me encontré con un mapa cortado a la mitad.
Días antes Nina me había dicho que Don Julián sabía dónde estaba su tesoro, pero que estaba preocupado de que los piratas ingleses lo fueran a atrapar. Me decía que él guardaría la mitad del mapa y que yo sería responsable de la otra mitad. Comprendí en ese momento que me lo había enviado con la ayuda de sus duendes.
El mapa se convirtió en un secreto entre mi abuela, Nina y yo. Todas las tardes buscábamos cómo descifrar los signos y las instrucciones.
Meses después llegó un sable. Don Julián me mandó decir que había estado metido en una batalla y que me enviaba el sable con el que había salido victorioso. Tenía muestras de la sangre de nuestros adversarios.
Luego llegó un anillo para cimentar nuestra alianza de sangre. Vivía para saber qué aventura seguiría. No me interesaban las sumas ni las restas; tampoco tenía intención de escribir y leer para las tareas que me mandaban. Mi único objetivo era unirme a Don Julián en las batallas.
Me imagino que mis padres hablaron con Nina y la abuela Martha y les dijeron que la historia tenía que terminar. Les agradezco que lo hayan hecho de forma tan elegante.
Una tarde llegó mi padre y me dijo que me arreglara. Iríamos a cenar a casa de los abuelos. Al llegar me sorprendí, pues no cenaríamos en el comedor normal, sino en el principal.
La mesa —de esas largas con candelabros— estaba puesta como se solía hacer en Navidad, Año Nuevo y otras ocasiones especiales. Habían sacado toda la plata y la ponchera estaba brillando.
Tenían malas noticias para mí. Don Julián había muerto en una batalla en el mar. Los piratas ingleses habían atacado su barco. Eran tres contra uno y había sido herido de muerte.
Sin embargo, antes de morir había dado a algunos de sus duendes una estatua con su imagen y les había encargado que me la entregaran.
Asumí con tristeza la muerte de Don Julián, aunque empezaba a vivir mi etapa de scout y la natación había llegado a mi vida. La estatua de Don Julián y mi sable siempre quedaron en la esquina de mis recuerdos y trofeos.
Cuando me casé con Lucía, en uno de sus intentos de poner orden en mi biblioteca, la encontré con ambos objetos entre sus manos, listos para ir a parar a la bolsa de la basura.
—¿Qué hacen estas cosas tan horribles aquí?
—Por favor déjalas donde están, son de lo más preciado que tengo en la vida.
Más de 20 años después, esos dos objetos cobran vida nuevamente. En mi sueño, Don Julián me decía que era hora de ir a recuperar el tesoro. Estaba escondido en las costas de Escocia y se había enterado de que yo haría una travesía desde Irlanda en los próximos meses. Me pedía que pensara en dónde estaban las pistas.
Por desgracia el mapa había desaparecido y el anillo se había perdido; sólo me quedaban su estatua y el sable.
Hace unos días puse ambos objetos sobre una mesa y los miré desde diferentes perspectivas. La estatua tenía un mecanismo secreto. En su base había un mensaje cifrado que no podía entender. Debía tener una clave para interpretarlo.
Luego analicé el sable. Lo toqué en diferentes puntos hasta que encontré una fisura. La presioné y el mango se movió. Ahí estaba la segunda parte del mensaje.
Tenía una última prueba que librar. Debía cruzar de Irlanda a Escocia y demostrar que era un pirata de los más grandes, digno de encontrar el tesoro. En unos días me lanzaré a honrar la memoria de Don Julián y recuperar nuestro tesoro.
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