Noviembre 23, 2016
Este fin de semana se celebra el Día de Acción de Gracias en Estados Unidos, probablemente la celebración familiar más importante del año.
Mi primera aproximación con esta fiesta fue hace 40 años en casa de la familia Lee. Acababa de llegar a vivir a California, apenas pasados los dos meses, cuando disfruté por primera vez esta tradición.
Shirley, mi mamá en Los Altos, pasaba días preparando el pavo, el relleno y todo el festín que disfrutaríamos el último jueves de noviembre. Entre los platillos que se servían estaban los ostiones.
Thanksgivingtambién era el corte entre la pretemporada y la etapa de muchos metros. Con cuatro días de vacaciones, el entrenamiento aumentaba brutalmente.
Recuerdo que cuando llegué a la casa ese día, conocí a Gery y Janet. Ellos eran los hijos de Bill y Shirley que vivían en la otra California, ésa que no era la del valle, sino la rural.
David, mi hermano menor, me había advertido que Gery era algo rebelde, por ponerlo de alguna manera.
Cuando llegué rápidamente entendí. Simplemente no era como Bill o Shirley: tenía barba y no se vestía de manera convencional. Sin embargo, por lo demás no me daba la impresión de que fuera un radical. Al menos eso pensé a mis 17 años. Listo para desayunar, me presenté y comencé a platicar con él y Janet.
Shirley, que me consentía tremendamente, me hizo mi desayuno y partió una exquisita toronja. Aún hoy recuerdo lo extraordinario del sabor. Nunca había visto una tan grande. Fue tanta mi emoción que me la comí entera y después pedí otra más.
Recuerdo la palabras de Gery: “Antonio, no te acabes las toronjas, queremos dejarle alguna a Bill”. Me cayó bien. Se preocupaba por su papá; no podía ser tan malo como David me había dicho.
Mi rutina esos días era nadar, comer, dormir, nadar. Satisfecho, me fui a dormir.
Cuando me uní a la reunión nuevamente, como todo joven educado pregunté si podía ayudar en algo. Cuál sería mi sorpresa que al unísono todos dijeron: “Puedes abrir los ostiones”. “¿Abrir los ostiones? ¿Eso cómo se hace?”
Recibí instrucciones tipo You Tube y puse manos a la obra. Los primeros fueron difíciles, pero después tomé ritmo y finalmente terminé.
La comida de Shirley era deliciosa. Comía de todo, mucho y contento. Al final todos nos remordíamos de lo golosos que habíamos sido y los cuerpos se relajaban en la sala.
Obviamente no había servicio doméstico. Alguien iba a tener que recoger los platos y lavarlos.
Crecí en una casa con cuatro hermanos y una madre obsesionada por la limpieza y, sin saberlo, por la igualdad de género. La regla en la casa era que todos teníamos que ayudar a las labores domésticas: hacer la cama, sacudir, aspirar, barrer la calle y lavar trastes.
Al igual que la responsabilidad de abrir los ostiones, la responsabilidad de lavar trastes con Joe me llegó sin preámbulo: “Antonio, ¿me ayudas a lavar los trastes?” Ni para donde hacerse.
Durante todos los años que pasé con los Lee, mi responsabilidad en Thanksgivingfue abrir los ostiones y lavar los trastes. Es más, en la fiesta que Bill y Shirley hicieron para celebrar sus 50 años de casados, con mucho gusto volví a mi antigua responsabilidad en la familia y lavé los trastes junto con Joe.
Extraño esas cenas, pero desde que David vive en California, cada año compartimos esta tradición. Llego a California con la nostalgia de mi vida con Bill, Shirley y mis hermanos, pero con el mismo ánimo de que la época fuerte de la temporada inicia.
Tengo cuatro días de agua a 14 grados. No tiene nada que ver con los días de 20 kilómetros diarios, pero sí es una buena dosis de sufrimiento.