La salud mental es pasar a otra cosa.
Jean Allouch[1]
Para todos los que me acompañaron en esta travesía:
Primero fueron los vómitos. Desde temprano en el nado empecé a tener problemas para retener el Accel Gel. A la cuarta hora de la ruta Inglaterra-Francia, le dije a Ariadna que quería un Melox; me dolía y ardía el estómago. Me preguntó que si no prefería un Omeprazol y, finalmente, me paré antes del abastecimiento para tomármelo.
El dolor bajó un poco, pero la tolerancia al Accel Gel no mejoró y el vómito no paró. Al caer la noche, empecé a experimentar una caída muy fuerte en mi temperatura corporal. Lo atribuí a que se hacía de noche y pensé que me recuperaría pronto. La recuperación nunca llegó.
Luego empezaron las alucinaciones. Alguna vez, tras completar otro nado de 24 horas, Steven Munatones me preguntó que si no había tenido alucinaciones, porque amigos nuestros como Forrest Nelson y Kim Chambers habían comentado que en sus nados les había sucedido. No había sido mi caso, pero eso cambió en la etapa final del nado. Empecé a ver cosas extrañas: camellos parecidos a Chewbacca, uno grande y uno chiquito, y un contenedor en la parte trasera de nuestro barco, como los que traen otras embarcaciones en el canal.
Iniciaron las preguntas para identificar si empezaba la hipotermia. Sin mencionar las alucinaciones, me concentré en responder correctamente cada una de ellas, pero era obvio que algo no estaba bien. Finalmente, Rafa me llamó a la lancha, me dijo cuánto tiempo más iba a tener que nadar y preguntó si quería seguir.
Usualmente, mi respuesta hubiera sido que seguiría nadando, que no tenía intención de parar. Sin embargo, esta vez no era un dolor muscular, agotamiento o una crisis; literalmente me había quedado sin fuerzas y me estaba congelando. “Paro, aquí me subo”.
Así terminó mi intento de cruce doble del canal de la Mancha, con un golpe de hipotermia del cual me llevó un par de días recuperarme. Pero, más allá de los efectos de la hipotermia, el dolor en el estómago no desapareció. El jueves durante el día, y especialmente después de la cena, se agudizó. Ariadna me había recomendado no beber tequila ni cerveza, pero confieso que sólo seguí la instrucción marginalmente y preferí no decirle nada para que no me fuera a regañar.
El viernes por la mañana, cuando me puse los pantalones y me quise abrochar el cinturón, tuve que ceder un espacio de lo inflamado que tenía el vientre. Ya en la noche, cuando me encontraba en Londres, me dolía la parte baja del abdomen y mis evacuaciones no eran normales. Decidí tomar un Dolac y una Buscapina. Fue en este momento que se lo comenté a Ariadna (no se lo había dicho antes, pues creía que tenía síntomas “normales” después de tomar Accel gel durante tantas horas). Me recomendó continuar con la Buscapina, Nexium-mups y cuidar mi alimentación.
Aunque el dolor en la parte baja del abdomen bajó de intensidad, todo el día tuve molestias y, el sábado en la noche, mientras cenábamos, también empezó a dolerme la espalda. Tuve que pararme e ir a dar una vuelta en busca de respiro. La inflamación estaba acompañada de una sensación de saciedad y dolor en la parte superior derecha del abdomen.
En la madrugada del domingo saqué todas la medicinas que traía y le envíe un mensaje a Ariadna, diciéndole que el dolor no bajaba y que me dijera qué podía ayudarme de lo que tenía a mi disposición. Además de la Buscapina, tenía Unival y me recomendó tomarlo.
En cuanto al dolor en el abdomen, me dijo que eso podía ser más bien un tema del hígado, ya que con frecuencia las enzimas hepáticas habían salido altas. Me comentó que, en cuanto llegara a México, tendríamos que hacer una evaluación y me pidió, nuevamente, que dejara el tequila y el whiskey y que le bajara a la cerveza y el vino. Me pareció un compromiso razonable dada la situación.
Tomé mis medicinas y salí a caminar, pero, después de 30 minutos, regresé al hotel. Me seguía doliendo, ahora hasta cuando caminaba.
Llegando a Heathrow, mientras esperábamos el vuelo a París, llamé a American Express solicitándoles apoyo para que me consiguieran un doctor a mi llegada. Ya en París, salimos a caminar un rato, por el rumbo de Notre Dame. El dolor iba en aumento con cada paso y no podía mantener el ritmo junto a Lucía.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
—Me siento muy mal —contesté.
En ese momento estábamos frente al hospital Hotel-Dieu de París, el más antiguo de la ciudad (1868), y a sólo unos metros de Notre Dame.
—Entremos aquí a ver si hay un doctor que me pueda atender.
Las siguientes horas se consumieron entre el diagnóstico (obstrucción de las vías biliares), pruebas de sangre, una tomografía y la asimilación de la situación (estaba grave y nuestro viaje se iba a ver afectado).
De un momento a otro pasé del consultorio a la zona de reposo. Era un galerón de unos 10 metros con tres camas —separadas por unas cortinas de plástico duro color blanco y naranja— y un baño comunitario. Las tres camas estaban vacías, así que decidí tomar la que estaba junto a la pared.
Ya instalado en mi cama, en lo que parecían las barracas de una guerra, me enteré de que estaría de paso, ya que el hospital Hotel-Dieu de París se utiliza sólo para tratar urgencias hasta que consiguen una cama en otro lugar. De eso se encargarían los doctores, así como de mi hidratación y mis medicamentos.
Al igual que en un nado, decidí concentrarme en lo que sí podía hacer y dejar que otros se preocuparan por el resto. Mi responsabilidad era enfrentar esta crisis de buen humor, encontrar lo positivo y, especialmente, ayudar a que mi cuerpo sanara.
En el hospital tuve una sensación primero de alivio, pues iban a decirme qué tenía, y luego de tranquilidad, al darme cuenta de todos los cuidados que me estaban proporcionando. El trato era excelente; siempre me atendían con una sonrisa, sin importar los problemas de comunicación que tenía cuando Lucía no estaba conmigo.
La primera noche fue de mucho dolor y en la madrugada tuvieron que pasarme morfina para que pudiera dormir. Durante el lunes el dolor se mantuvo en un rango de 6 (en una escala de 0 a 10, siendo 10 lo más alto). Además, estaba la preocupación de encontrar un hospital. París, al igual que otras capitales europeas, se vacía completamente en agosto, incluyendo a sus doctores, lo que hacía difícil la búsqueda. El personal del Hotel-Dieu nos explicaba que necesitábamos esperar a que se desocupara una cama en el hospital Tenon, el centro de especialidades en gastroenterología.
A media mañana del martes , entró el doctor Thibout con una sonrisa en la boca:
—Te encontré una cama en el hospital Tenon. Alístate; la ambulancia llega en la próxima hora.
Afortunadamente, Lucía estaba en el hotel y a los pocos minutos llegó con toalla, jabón y ropa limpia. Me quitaron el suero y pude disfrutar mi baño ya con poco dolor.
En ese momento me imaginé que la piedra que se había movido de mi vesícula a las vías biliares y que había obstruido el paso de la bilis y colapsado a mi páncreas finalmente había continuado su trayecto.
La ambulancia llegó y, con ella, la camilla y dos camilleros. Dado que podía caminar sin problemas, nos dirigimos a la salida. En la ambulancia tuve que viajar sobre la camilla, pues había solamente un lugar libre, que ocupó Lucía. Otra anécdota: recorrer París en ambulancia, Lucía alertándome de lo que íbamos viendo en el camino y yo viendo el paisaje acostado.
La entrada al hospital Tenon fue toda una sorpresa. Inaugurado en 1878, tiene la arquitectura de un edificio de finales del siglo XIX. Los cuartos están construidos alrededor de un bello jardín con una iglesia en uno de sus lados.
Me instalaron en el pabellón de gastroenterología, en el segundo piso, en la habitación 14. La habitación tenía dos camas con un baño y para todos los cuartos en el piso había una regadera comunitaria. Este hospital vio nacer el 15 de diciembre de 1915 a la cantante Édith Piaf. El 20 de febrero de 2019, el artista francés Hom Nguyen develó un retrato de la cantante, el cual se exhibe a la entrada del pabellón Meyneil.
Pasaron unas horas y, finalmente, el doctor Amiot se hizo presente en el cuarto.
—Revisé los resultados de sus análisis y tomografía. Déjeme decirle que se encuentra grave con una pancreatitis aguda. Va a necesitar varios estudios y, si no expulsa la piedra, una operación. ¿Tiene usted seguro de gastos médicos?
La pregunta no me tomó por sorpresa. Había ingresado al hospital sin necesidad de firmar documentos, demostrar que estaba asegurado o dejar un váucher abierto. Le respondí afirmativamente y fue entonces que me explicó lo que seguía.
—Hoy [martes] no podemos hacer nada más que ponerle suero nuevamente. Le vamos a pasar antibióticos y, si es necesario, le daremos medicamentos para el dolor. Mañana miércoles le haremos una ecografía y un estudio de sangre muy completo y el jueves, una tomografía. Daremos tiempo a los medicamentos para que surtan efecto y, según los resultados, le diremos qué sigue.
Ante ese escenario, decidimos posponer el resto del viaje y esperar los resultados antes de tomar cualquier decisión final. En la tarde le comenté a Lucía que quería dar unas vueltas en el pasillo. A la tercera vuelta, viendo que iba a seguir un rato, salió el doctor a decirme:
—Si lo desea, puede bajar al jardín a caminar.
En otras palabras, deje de estar haciendo ruido aquí. Fue una excelente noticia que nos llevó a actuar inmediatamente. Este hospital me estaba gustando.
Como adulto, sólo una vez había estado hospitalizado, pero me había tocado acompañar a varios miembros de la familia en sus estadías. Seguramente era por la temporada, pero ni en el primer hospital ni aquí había muchedumbres o bullicios. En el piso éramos cinco enfermos. Los otros cuatro eran mayores y no salían de sus cuartos; las pocas visitas que recibían también permanecían encerradas. Lo único que interrumpía el silencio era la visita diaria del doctor o las de las enfermeras, quienes, siempre sonrientes, revisaban mis signos vitales, me cambiaban el suero y aplicaban los antibióticos.
Dado que no podía comer ni beber agua, mis días dejaron de regirse por los horarios de las comidas y adopté el sueño como reloj interno.
Ya desde el lunes había experimentado con lo que llamé mi retiro tibetano en París. Mis días en el hospital iban a regirse en función de lo que mi cuerpo me pidiera, no con base en lo que yo lo pusiera a hacer. Pensé que era una buena oportunidad para alejarme unos días de todo lo que me rodea y dar paz a mi mente y cuerpo.
Pasé los cinco días haciendo literalmente nada: no vi series, ni escuché música, ni leí libros, ni hablé por teléfono. Reduje al mínimo mi interacción con el resto del mundo y decidí escuchar a mi cuerpo y hacer lo que me pedía, que básicamente consistía en dormir siestas todo el día, no pensar en nada y salir a caminar en el jardín del hospital.
El miércoles en la mañana ya me sentí con más fuerza e hice chi kung y una rutina de estiramiento de ligas para estar listo para mi primer examen, una ecografía. Pensé que me iría caminado, pero me sorprendió un camillero con una silla de ruedas.
—Monsieur Argüelles, we have to go.
Con la silla de ruedas, recorrimos toda la parte antigua del hospital, hasta que llegamos a la parte moderna, el ala donde está el retrato de Édith Piaf. Me estacionaron frente a los camerinos, donde esperé un rato hasta que un enfermero me pasó al estudio. El doctor que me atendió no hablaba ningún otro idioma además del francés. Me indicó que me subiera la playera y empezó a revisarme.
Conozco la rutina por las múltiples veces que me he desgarrado los músculos de las piernas: te ponen el gel, inician el escaneo y van tomando fotografías. En esas ocasiones, siempre había hecho la misma pregunta (“¿Cómo se ve?”) y siempre había recibido la misma respuesta (“Su médico le informará”). Si ése había sido el discurso en tantas ocasiones pasadas, en las que no había habido barreras de idioma, aquí mejor ni preguntar.
Al terminar, me pasó unas toallas para quitarme el gel y de la nada me dijo:
—Fine.
Al principio pensé que era mi imaginación y le pregunté:
—Everything fine?
—Yes, fine.
Regresé feliz a mi cuarto en espera de la visita del doctor Amiot, jefe de la unidad de gastroenterología.
Como era de esperarse, me comunicó los resultados con las reservas propias de quien sabe que los resultados no son concluyentes:
—Parece que el peligro ya pasó. No se ve una piedra en el ducto, pero todavía falta una prueba más. Mañana, después de la tomografía, le doy el diagnóstico final, pero todo indica que podrá irse el viernes a casa.
El jueves en la mañana supe que estaba ya recuperado. Desperté con ganas de unos chilaquiles acompañados de una Herradura blanco y una Corona. Sin embargo, tenía el examen que definiría mi permanencia en el hospital a media mañana. Nuevamente hice mis 90 minutos de ejercicio: estiramiento, ligas, chi kung y caminata. Estaba listo para el paseo en silla de ruedas y la entrada al gabinete para que me hicieran la tomografía.
A diferencia del día anterior, esta vez no recibí información al finalizar el proceso. La enfermera me dijo que en unos minutos la doctora enviaría los resultados a mi médico. Los resultados llegaron como a la una de la tarde. Todo estaba bien; había superado la pancreatitis aguda. Estaba listo para irme a casa.
El doctor me dio permiso de comer y, después de cinco días, llegó mi primera cena en París. No era de un restaurante premiado con estrellas Michelin, pero me supo como una de mis mejores cenas en esa ciudad.
Después de cenar, bajé con Lucía al jardín para disfrutar el atardecer. Estuvimos platicando sobre varios temas, incluido todo lo que había sucedido desde el miércoles que inicié mi intento de cruce.
No recuerdo el momento, pero sí lo que le dije:
—¿Sabes? He estado disfrutando mucho este lugar. No sabes lo que me ha servido.
Montó en carcajada y me dijo:
—Nunca me imaginé que llegarías a decir algo así después de estar encerrado en un cuarto de hospital.
Y así terminó lo que quedará grabado en mi mente como mi retiro tibetano en el hospital Tenon de París. Recuperé mi salud y entendí claramente lo que había sucedido durante mi intento de cruce. Mi cuerpo y mi mente, por más preparados que estaban, no pudieron con esa pequeña piedra que también decidió iniciar un cruce paralelo al mío. Afortunadamente, ella sí llegó a su destino, lo que me evitó una cirugía o una lesión más grave. Hice hasta lo imposible por llegar a Inglaterra —y me quedo con la satisfacción de haberlo hecho—, pero, en esta ocasión, hubo algo más importante en el camino: mi bienestar. Me alegro de haber escuchado a mi cuerpo y de haber tenido la fortaleza para decir “no puedo”.
[1] Jean Allouch, Letra por letra. Transcribir, traducir, transliterar, Peele, 2009 (publicado originalmente en 1984). Jean Allouch es un psicoanalista francés y discípulo de Jacques Lacan.
Ilustración 1. Hospital Hotel-Dieu
Ilustración 2. Hospital Hotel-Dieu
Ilustración 3. En la ambulancia
Ilustración 4. Hospital Tenon
Ilustración 5. La regadera
Ilustración 6. Mi primera cena
Ilustración 7. Feliz a la salida
Ilustración 8. El retrato de Édith Piaf