Marzo 28, 2016
Agradecimientos
Nadar en aguas abiertas es un deporte que requiere del apoyo y la ayuda de un equipo. En esta ocasión, como en todos mis otros cruces, conté con la guía de Nora Toledano, quien estuvo presente en todos mis abastecimientos. Es una tranquilidad acercarme a la embarcación y siempre verla.
Jeff Kozlovich y Steve Haumschild me guiaron durante todo el trayecto. Sin su ayuda nunca hubiera cruzado.
Micke Twigg-Smith nos llevó en línea recta, lo cual aprecio mucho.
Ariadna del Villar cuidó de mi salud y me suministró mis medicinas en el camino. También es una tranquilidad recibirlas directamente de las manos de la doctora.
Brad Howe, mi cuarto hermano, estuvo a bordo. Como él lo dijo, la fortuna me acompaña cuando está presente.
Sin el apoyo Lucía sería difícil cumplir mis sueños. En esta ocasión compartió la angustia del nado con Ximena y ambas me esperaron a la llegada. Hacía mucho tiempo que no me recibían al final de un evento.
Moloka’i, Hawái. 23 de marzo, madrugada
Una de las constantes después de los nados de aguas abiertas es el insomnio. Generas tanta adrenalina que es imposible conciliar el sueño. Además, ¿quién quiere dormir después de lo ocurrido ayer?
Ayer no sólo crucé el Canal de Moloka’i, convirtiéndome en la trigésima novena persona y el primer mexicano en lograrlo —ahora comparto con cinco personas más la distinción de haber cruzado cinco de los Siete Mares—, sino que también logré un éxito personal importante. Fui capaz de dominar mi mente para obtener un resultado que difícilmente igualaré en mi vida.
Mi calendario de los Siete Mares tiene una explicación lógica. Nados en aguas no frías (Gibraltar, Tsugaru y Moloka’i) componen la primera parte, mientras que la segunda se caracteriza por nados en aguas muy frías (Canal del Norte) o frías (Estrecho de Cook). La complejidad de los nados va en aumento: llega al clímax en Moloka’i y empieza a descender en el Canal del Norte.
Cuando organicé mi calendario, traté de aprovechar las fechas en que hubiera algún día feriado y, desde hace dos años, asigné Semana Santa de 2016 a este nado. En ese entonces no tenía idea de todo lo que lo haría aún más complicado.
La primera señal de que el tiempo podía acortarse rápidamente fue el nado en Tsugaru. Para ese cruce, mi hombro izquierdo me estuvo dando lata durante toda la temporada y el nado no fue la excepción. Terminé con el hombro deshecho, y eso que sólo había nadado 12 horas y media. Si quería tener éxito en Moloka’i tendría que arreglarlo.
Afortunadamente leí un artículo que me llevó a entrar en contacto con Ricardo Durón, especialista en mecánica articular y muscular. Desde septiembre pasado trabajamos en el balance muscular y la corrección de estilo con muchos ejercicios de técnica para mejorar mi patada y corregir mi brazada. Si bien es cierto que podía hacer altos volúmenes de entrenamiento, no había posibilidad de trabajar bien mi velocidad. Durante todo ese tiempo también estuve alejado de las pesas, pues la molestia en el hombro izquierdo me impedía hacer muchos movimientos. Además, mi entrenador en el gimnasio, Óscar Pérez, decidió irse a vivir a Cancún y ya no pudo seguir supervisándome.
Tanto Nora como Ricardo me recomendaron que platicara con Rafael Álvarez, gerente de albercas y alto rendimiento en Sport City y experto en metodología del entrenamiento. Rafa es un hombre muy ocupado y nunca pensé que aceptaría hacerse cargo de esa parte de mi programa. Para mi sorpresa lo hizo, y en diciembre empezamos a trabajar juntos con el objetivo de lograr estabilidad articular en el hombro, balance general y ganancia de fuerza transferida al nado.
Así, para fin de año ya tenía dos apoyos adicionales en mi equipo que estaban ayudándome a poner mi cuerpo en equilibrio. Las primeras señales de que íbamos en el camino correcto fueron que pude dejar de cruzar las piernas al patear y disminuyó el dolor del hombro izquierdo.
En este proceso de aprender a nadar nuevamente había varios aspectos que trabajar. Empezamos por las piernas, después seguimos con el brazo izquierdo y terminamos con el derecho.
La intervención en el brazo derecho provocó inmediatamente nuevos dolores que antes no tenía, por compensar los movimientos. Traté de hacer la brazada como Ricardo me la pedía y en el camino desajusté todos mis músculos. Dado que durante las ocho horas en La Jolla nadé con molestias en el hombro y terminé muy adolorido, acordamos regresar a mi antigua forma. Decirlo es más fácil que hacerlo, y todavía el domingo al terminar el último entrenamiento persistía el dolor.
A mi regreso de La Jolla me di cuenta de que estaba listo físicamente, pero me faltaba la parte mental. Llamé a mi entrenador de la mente, Jaime Delgado, y le expliqué lo que estaba a punto de intentar. Nos juntamos varias veces en su casa a repasar mis rutinas y encontré tres que me fueron de mucha utilidad en las últimas semanas de preparación.
La primera es una técnica de poner la mente en blanco y sólo respirar contando hasta diez. Si en el camino se pierde la concentración, se inicia de nuevo, y si logras hacerlo tres veces seguidas sin perderla, le subes al tiempo. Para explicarme cómo usar esta técnica, Jaime me dio el ejemplo de una atleta que entrena y que cuando se sube a la caminadora llega a 250 respiraciones sin perder la concentración.
La segunda es “la perla”, ejercicio que busca, por medio de una perla imaginaria, generar energía que puede utilizarse en cualquier momento.
La tercera fueron los ejercicios de Tai Chi, a los que regresé con mucha enjundia.
Empecé contando brazadas. Me di cuenta de que según la serie podía irle subiendo al número de brazadas sin distraerme, además de que el ejercicio me daba mucha tranquilidad. La perla funcionó para relajarme en las series de larga duración y el Tai Chi para aflojarme. Todas estas herramientas me serían de gran utilidad durante el cruce.
A partir de mi regreso de Tsugaru, un cambio adicional en mi vida fue el trabajo. El éxito que mi socio Bernardo y yo tuvimos en Puebla tuvo sus frutos, y en octubre nos contrató la Secretaría de Educación y Cultura de Sonora.
Adicionalmente acepté ser Secretario de Deporte en el Partido Revolucionario Institucional. Todas estas nuevas responsabilidades se sumaron a las ya existentes: NET, asesor en Puebla y socio en varios proyectos.
Recuerdo que un día Ximena me dijo, “Papá, no te van a alcanzar los días de la semana”.
Si quería tener éxito en Moloka’i, mi vida tendría que estar organizada de tal forma que pudiera atender todas mis responsabilidades, sin descuidar ninguna de ellas.
Organicé mi agenda de manera que no hubiera posibilidad de faltar a uno solo de los entrenamientos. En cada viaje que hacía me aseguraba de contar con una alberca. En los días que pasaba en la Ciudad de México me aseguraba de tener sesión con Rafa o Ricardo. Todos los fines de semana iba a Las Estacas y una vez al mes a La Jolla.
El domingo en la noche previo al cruce, Lucía me preguntó si estaba nervioso. Le contesté que no, pero me hizo reflexionar por qué estaba tan calmado. Llegué a la conclusión de que había hecho todo lo que debía haber hecho y que ahora tan sólo faltaba nadar. Eso me tenía calmado.
El lunes en la mañana recuerdo que desayuné poco. No quería ninguna sorpresa durante el nado. Subí al cuarto e hice mi última rutina de Tai Chi.
El equipo y yo convenimos vernos a las 10:30 horas para salir al aeropuerto de Honolulu y luego volar a Moloka’i.
A nuestra llegada, Jeff, uno de mis kayakistas y observer, me sugirió tomarme una fotografía con el mural de Moloka’i de fondo. “Todos los que intentan cruzar el canal lo hacen”, dijo. Había usado el término correcto: los que lo intentan.
Nuestro plan era llegar a Moloka’i y evaluar la zona de salida. La primera opción era en Kaluakoi. Como comentó Steve en su artículo, Making Molokai: A Surfer’s Dream And Swimmer’s Nightmare, “Era un día hermoso para un surfeo épico. Las olas habían limpiado por completo la playa en donde hay una roca, de dos o tres pies de altura, para saltar y ser recibido por fuertes rompientes —el sueño de un surfeador y la pesadilla de un nadador”.
Regresamos a la camioneta y nos dirigimos al suroeste de la isla rumbo al puerto de Haleolono. El primer tramo fue en carretera y el segundo en terracería. En el trayecto platicamos con el taxista y así me enteré de que en Moloka’i viven 7 mil personas. El contraste entre la zona de Waikiki y lo que estaba viendo era tremenda. Habíamos pasado de una ciudad boyante a una isla semi desierta.
En el puerto, que por cierto lleva muchos años abandonado, nos subimos al barco y navegamos hacia Laau Point. Ahí estaba la playa desde donde saldría. Eran las 14:30 horas del lunes 21 de marzo.
Tanto Jeff y Steve como Nora, Ariadna y yo nos empezamos a preparar. Mientras ellos alistaban todo lo que necesitarían en el kayak, yo estaba concentrado en mi nado.
Independientemente de que el cielo estaba nublado y no esperábamos un sol intenso en la tarde o la mañana siguiente, me aplicaron una plasta de bloqueador en el cuerpo y pasta de Lassar en el cuello, las axilas y entre las piernas.
Me despedí y salté al agua. Lentamente me encaminé hacia la playa, sintiendo el mar, mi respiración y mis brazos. Todo estaba en calma, en su lugar.
Con los pies en tierra firme, Jeff y Steve me dieron la señal de salida, caminé hacia la olas y empecé a nadar. Fue raro tener al kayak junto a mí desde la playa. Usualmente te lo encuentras minutos más tarde.
A diferencia de otros nados, donde la lancha va siguiendo al nadador y el kayak es secundario, aquí el kayak es pieza clave para el nado. Es difícil manejar una embarcación a baja velocidad en un mar tan picado.
Volteo y desde mis primeras brazadas veo al kayak. Mi nado ha iniciado. No tengo la menor idea de qué es lo que me depara el destino.
En la recta final de mi preparación mental había utilizado mis recuerdos de mi primer cruce del Canal de la Mancha en 1999 y el nado de Catalina en 2008 para visualizar situaciones que podrían repetirse en Moloka’i.
Tenía el recuerdo de un día muy largo en el Canal. En aquel cruce sufrí mucho en términos físicos, pero con pequeños trucos mentales fui capaz de completarlo. Sin embargo, eso había sido 17 años atrás. ¿Cómo respondería mi cuerpo ante un nado de más de 18 horas?
En cuanto a Catalina, recordaba las olas inmensas que enfrenté en aquella ocasión. No podía mantener el rumbo y estaba totalmente frustrado. Varias veces consideré salirme.
Mis cálculos eran que Moloka’i sería una combinación de ambos, aunque con una gran diferencia: no haría frío.
Al término de nuestra junta previa al nado con Jeff, Steve y Michael (capitán de la embarcación), Steve me preguntó al final de la sesión: “sabiendo todo lo que sabes del cruce, ¿cuánto tiempo esperas hacer?” “Entre 16 y 18 horas”, le respondí.
Ese cálculo era el resultado de varios ejercicios previos, pero nunca me había sentido cómodo. Aunque lo repetía cada vez que alguien me lo preguntaba, dentro de mí dudaba si sería capaz de nadar 16 o, peor aún, 18 horas seguidas. Simplemente se me hacía mucho tiempo.
Con todos estos antecedentes tendría que encontrar una solución o estaría fuera del agua muy rápido.
1, 2, 3, 4… empecé a contar cuando vi al kayak. Llegué a 100 y empecé nuevamente. Pasó la primera hora y avanzamos casi 4 kilómetros. Me sorprendió el avance.
A las 2 horas Jeff sustituye a Steve en el kayak. Es la primera de las rotaciones que harán cada 120 minutos. A la tercera hora discuto con Nora. Es obvio que estamos totalmente fuera de lo planeado y no me lo quiere decir. Ajusto rápidamente mis expectativas de 3 km/h a una velocidad de 2.5 km/h.
Empieza a oscurecer. Hacemos los abastecimientos cada 30 minutos. Siempre es la misma rutina. Te acercas a la lancha, te pasan la botella, ingieres rápidamente pero sin atragantarte y sigues nadando.
Todo el trayecto me han picado pequeñas aguamalas. Los nadadores les decimos pulgas de mar. No las ves, pero sí las sientes. De repente la primera aguamala topa con mi brazo. Me arde mucho. Recuerdo que no debo tallarme y absorbo el dolor. Cuando estoy pensando en el brazo, otra me ataca en la espalda. Me duele. Encuentro el lado bueno de la experiencia. Esto me está preparando para el Canal del Norte, en donde seguramente encontraré más pulgas de mar.
En uno de los abastecimientos le comento a Ariadna que me duele la cabeza. Al poner la luz en las cintas he reducido el espacio y mis gogglesestán apretados. En cada parada empiezo a subirlos y a frotar mi nariz.
La noche trascurre y no dejo de regresar al 1 después del 100. Llevo contando la mayor parte del día. Me doy cuenta de que dos cosas han sucedido: estoy muy relajado y no me duele nada.
El siguiente punto de control es a las 12 de la noche, con 9 horas nadadas. Pido información sobre el avance y las cuentas no dan. Seguramente nadaré más de 18 horas. Mi nuevo estimado de velocidad es de 2 horas por kilómetro, lo que da un total de más de 20 horas.
Tenemos luna llena y de vez en cuando la miro. Espero a las 3 de la mañana para cumplir 12 horas en el agua. Me dicen la distancia recorrida y caigo en cuenta de que si estuviera en la Mancha haría cerca de 18 horas.
Dejo por momentos la concentración que me da contar números y pienso que en 3 horas más el sol estará saliendo y llevaré 15 horas en el agua. Hago un recuento de los daños en mi cuerpo.
El cuello está rosado por el movimiento de la respiración; la espalda y la axila izquierda me arden de la picadura de la aguamala; y la cabeza me duele de levantarla tantas veces a buscar puntos de referencia. Sin embargo, los hombros están perfectos. Cada vez que he sentido dolor he ajustado la brazada y no he perdido la forma en ningún momento.
El sol empieza a salir. Veo cómo la luna se va ocultando y siento al mismo tiempo que el viento incrementa. Algo no está bien. El Windguru decía que los vientos aminorarían a estas horas, no que subirían. Las olas siguen. Saliendo del abastecimiento de las 6 de la mañana caigo en un banco de aguamalas y una de ellas me pega en la cara, muy cerca del ojo. De no ser por los gogglesla picadura hubiera sido en el ojo. Esta vez me duele más y tardo en recuperarme. Pierdo por unos momentos la concentración. Trago agua y por un instante me pregunto si debería parar.
A diferencia de otras ocasiones en las que me he hecho la misma pregunta, esta vez la respuesta es sencilla. No puedo darme el lujo de detenerme.
La información climatológica que habíamos recabado antes del cruce indicaba que tendríamos excelentes condiciones. Lo que había vivido en las últimas 16 horas estaba muy lejos de catalogarse como un nado sencillo. Tener que nadar nuevamente todo lo que ya había recorrido no era opción. Si tenía que llegar a 24 horas, lo haría.
Las próximas 2 horas nos mantuvimos sin movernos. Las corrientes no me dejaban avanzar y fue con mucho esfuerzo que finalmente las superé. Llevaba 18 horas en el agua cuando Steve empezó a remar nuevamente. En los próximos 19 minutos rompería mi récord personal de más horas nadando. En algún momento pensé decirle que me avisara, pero mi atención estaba en otro lado.
Los números al momento son 18 horas y 32 kilómetros recorridos. Si todo sale bien, tengo un nado de 5 horas frente a mí.
En circunstancias normales un nado de 5 horas es una prueba con cierto grado de dificultad. 5 horas después de 18 es un gran desafío. ¿De dónde sacar la fuerza para lograrlo?
La última media hora había estado convenciéndome de que 10 kilómetros en las condiciones en las que estaba eran un lujo que pocas personas pueden tener en su vida. Era mi decisión aprovecharla o desperdiciarla.
Lo primero que hice fue olvidarme de las 18 horas. Ésas ya no existían, estaban perdidas en el olvido y si no terminaba ahí quedarían. No tenían ningún uso.
Acto seguido calculé que tendría 2 horas con Jeff, 2 horas con Steve y una última con Jeff. Esto era relevante debido a que, si bien ambos son excelentes kayakistas y me ayudaron muchísimo en el cruce, con Steve me sentí mejor. Por alguna razón que desconozco mi nado se sentía más en ritmo. Estando él en medio de la rotación significaba que si me metía en problemas en las próximas 2 horas, tendría un espacio en su turno para recuperarme. Completaría la última hora con ayuda de la adrenalina que se produce al saber que la costa está cerca.
1, 2, 3, 5…100; 1, 2, 3… y es hora de que entre Jeff. Faltan 6 kilómetros y empieza a subir el viento nuevamente. Las olas me avientan de un lado a otro, pero logro mantenerme equilibrado. Steve y yo estamos haciendo un esfuerzo físico para avanzar.
En una de las paradas le comento a Nora: “Ahora sí estoy cansado, está muy fuerte el viento”. Steve termina su turno y al hacer el cambio Nora me avisa: “Un abastecimiento más y hasta la playa, ya casi llegas”. Me alegra saber que mi agotamiento llega en el momento correcto. Estoy ya casi por terminar.
En la playa me esperan Lucía, Ximena, Hugo y Joaquín. Escucho cómo el guardavidas pide a los bañistas que me reciban con un aplauso. Les explica que he cruzado el Canal de Moloka’i.
Ha sido un nado memorable. No encuentro palabras para explicar lo que he logrado. Si fuera músico diría que ejecuté una sinfonía a la perfección, a un nivel de belleza tal que las lágrimas brotan en mis ojos.
A diferencia de otros nados, en éste no luché; fluí con mucha tranquilidad. Conseguí llevar mi cuerpo y mente a tal nivel de armonía que aun después de casi 24 horas no había dolor en mis hombros o cansancio en mi cuerpo. Lo que sentí fue una gran paz y la sensación de tranquilidad que te da cuando miras una obra de arte.