Marzo 20, 2017

Llevo casi 11 horas de nado. Desde hace cinco la costa sur del estrecho de Cook se ve cerca, pero no logro llegar. Sé que está llegando el momento más difícil del nado. La corriente me está arrastrando hacia el Océano Pacífico. Por la orientación de mi punto de referencia en el horizonte, que se ha movido más de 100 grados, me doy cuenta de que me está jalando a un ritmo muy fuerte.

Nora me llama a la lancha y me dice que Philip Rush, mi piloto, se va a cambiar a mi izquierda, pues la corriente y los vientos nos están arrastrando. Quiere que me mantenga paralelo a él y, de ser posible, que suba el ritmo, pues de otra manera no voy a llegar.

No tengo tiempo para pensar que nunca respiro del lado izquierdo y que, cuando lo he intentado, me salgo de ritmo y me duele la espalda. Me concentro y cada tres brazadas muevo un poco la cabeza a la izquierda. Estoy siendo capaz de seguir el bote sin problemas; ahora a mantener el ritmo y llegar lo antes posible.

El nado de Cook no sólo fue un evento de gran esfuerzo físico; también requirió mucho trabajo mental.

El viaje fue largo, alrededor de 29 horas desde que llegamos al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Durante el vuelo de México a San Francisco empecé a sentirme mal. Afortunadamente Ariadna llevaba antibiótico y pude iniciar mi tratamiento inmediatamente.

El lunes me sentía fatal: me dolía mucho el pecho, tocía constantemente y tenía muchas flemas. Sólo salí para tener la junta con Philip. El martes nadé en la alberca porque no quería meterme al mar, que estaba a alrededor de 16ºC. El nado del miércoles, ahora sí en el mar, estuvo pesado. El agua estaba fría, cada vez que respiraba me dolía el pecho y casi todo el tiempo estuve tosiendo.

Hace seis meses, cuando busqué a Philip para que me confirmara mi ventana, me dijo que sería entre el 18 y el 25 de marzo, pero que quería que estuviera listo desde el 16 por si había una oportunidad. Aunque nos había dicho que no viéramos el Wind Guru, el jueves 16 se esperaba un día casi sin vientos y con sol.

Mientras nadaba pensaba en la posibilidad de que esa noche Philip me hablara y me dijera que iba nadar al día siguiente. Si recibía su llamada, ¿estaría preparado? Hice ejercicios de relajación en el mar y al salir me sentía mejor. Afortunadamente no hubo señales esa noche y quedamos de hablarnos el viernes, pero tampoco hubo noticias. El sábado quedamos que Nora le escribiría a las 19:30 horas. A las 19:32 me llega un mensaje de Nora para avisarme que Philip quiere hablar con nosotros, que por favor le marque. Hablamos y me dice que quiere vernos en el hotel.

En los años que llevo como nadador de aguas abiertas nunca me había enfrentado a un clima tan inestable. Cuando llegamos el Wind Guru mostraba dos posibilidades, una muy buena el domingo 19 y otra el miércoles 21. Más tarde en la semana se abrió otra al final de la ventana, el sábado 25.

Para el domingo 19 se pronosticaba una ventana de 12 horas de buen clima en las que las mareas me permitirían nadar. De esas 12 horas, habría cinco con vientos calmados y de ahí en adelante se irían intensificando hasta llegar a 25 nudos, condiciones en las que es imposible nadar.

Si Philip quería hablar había dos posibilidades: saldríamos el domingo o tendríamos que esperar al sábado con el riesgo de que el clima no cooperara. Nora y yo bajamos y Philip ya nos esperaba. “Salimos mañana, pero quiero decirles a lo que nos vamos a enfrentar. Lo que puedo ver es que tendremos de cuatro a cinco horas con un mar calmado; después empezarán a subir los vientos y llegará el momento en que ya no habrá condiciones para seguir nadando”.

No me aguanté y le pregunté: “¿Tienes dudas de que existan las condiciones para llevar a cabo el nado?” “No las tengo”, me respondió, “pero tengo que ser honesto. En la segunda parte vas a enfrentar un mar complicado”. Le pregunté si veía otra opción en la marea. “Con la información que tengo hoy no veo otra oportunidad en la semana. No es perfecta, pero es lo que hay”. “Adelante”, le dije. “¿Qué sigue?”

En la mano traía el mapa con la ruta de un nado previo. Nos mostró el trayecto y me dijo: “Voy a necesitar que aproveches al máximo las primeras cuatro horas, especialmente la primera. La marea estará empujándonos y tenemos que aprovecharla”.

La traducción es sencilla. Empiezas a tu máxima capacidad y avanzas lo más que puedas. Después el clima se descompone, por lo que tienes que seguir con mucha fuerza o no vas a llegar. Cerramos el tema y acordamos la hora y el punto de reunión para el día siguiente.

El domingo llegamos puntuales al muelle y antes de las 6:00 horas ya estábamos en el barco. Nos presentamos con el capitán y la tripulación. Tras una breve explicación de las medidas de seguridad y la localización de lo que necesitaríamos durante el trayecto, el capitán nos dijo: “Hoy vamos a tener de cuatro a cinco horas de buen clima; después empezarán a soplar los vientos. Estamos esperando una tormenta con vientos muy fuertes. Si las condiciones no son aptas, tendré que sacar al nadador. Yo tengo la última palabra”. Más claro no podía estar el mensaje.

Partimos y cerca de las 7:30 horas llegamos al punto de partida. Era una mañana bellísima. Calenté con mis ligas y me pusieron protector solar y pasta Lassar. Estaba listo. Me subí al bote inflable y Philip me llevó cerca de la roca que debía tocar. La aproximación fue sencilla; el mar estaba calmado.

La primera hora estuvo muy bien. Avanzamos casi 3 mil 800 metros según mi reloj. Las próximas tres horas pasaron sin pena ni gloria.

Entre la cuarta y la quinta hora bajé el ritmo a 60 brazadas por minuto (b/m). En el décimo abastecimiento sucedió algo curioso: Philip daba instrucciones a Nora y ella me las traducía. No me aguanté y, bromeando, le dije a Nora que le preguntara a Philip que por qué usaba una traductora. Su respuesta fue: “Ella es tu entrenadora; ella debe decirte qué hacer”. Me pareció una actitud muy profesional de su parte. Nora me pidió que no bajara el ritmo, pues había llegado hasta 64 b/m.

Durante las próximas dos horas puse mi mente en blanco, contando del 1 al 50 sin dejar que nada me distrajera. Durante el abastecimiento de la séptima hora Philip me dice que faltan cinco más. Estoy en el límite de las 12 horas que sé que tengo para terminar.

En ese momento la costa se ve con toda claridad. Les pido que me den un punto de referencia en el horizonte. Recordé las palmeras de The Cove en La Jolla o el poste del Bay Bridge en San Francisco. Mi objetivo era no desviarme de una línea recta.

Conforme el tiempo pasaba, más difícil era mantenerme paralelo al bote. El viento soplaba cada vez con mayor intensidad. Recordé el tamaño de las olas en las que nadé en Moloka’i y Catalina en enero y las comparé con las de esta vez. No tenían nada que ver. Éstas estaban complicadas, pero no eran de dos metros y medio.

Mientras ponía en orden mis pensamientos, mi mano izquierda cayó en una medusa de 30 centímetros de circunferencia. Nunca la vi venir, muestra de que cuando nado lo único que hago es concentrarme en mis brazadas. Más tarde me enteraría de que también nadé sobre una hoja de palmera muy grande sin pararme un segundo. Para mí fue una planta más en el mar que tenía que franquear. No tenía tiempo para contemplarla.

El punto de referencia en el horizonte empezó a moverse a la izquierda. En el abastecimiento de la décima hora me informan que el viento está aumentando de velocidad muy rápido. Necesitan que siga manteniendo un ritmo superior a las 61 b/m.

Mientras tanto en el barco, sin que lo supiera, el capitán se acerca a Ariadna, Pablo y Ricardo y les dice: “Las cosas no se ven bien. Tal vez tengamos que sacarlo. Los vientos van a aumentar muy pronto”.

Mi punto de referencia es el sol que se pone en el horizonte. Si no llego pronto, no veré dónde aterrizar. Decido no pararme para el abastecimiento. Necesito mantenerme en movimiento. Philip me grita: “¡Estás a menos de dos kilómetros!” Eso debe llevarme alrededor de 40 minutos.

Aumento el ritmo y siento cómo avanzo. He de haber pasado la corriente. Nuevamente oigo los gritos de Nora y Philip: “¡Estás a 800 metros!” Más adelante me paro un momento y pregunto a dónde debo dirigirme. Hay dos mogotes con gaviotas paradas sobre ellos. El de la izquierda es más grande. “Nada al montículo izquierdo”.

Me acerco y, cuando me faltan algunos metros, bajo la velocidad. No quiero que una ola me vaya a estrellar con las rocas. Llego, toco y las gaviotas vuelan. Es una roca cubierta de plantas marinas muy suave y agradable al tacto. Es una bienvenida amable para terminar el nado sin raspones ni malabares.

Volteo a la lancha y levanto seis dedos hacia ellos y hacia el cielo, donde vuela el dron de Pablo. Lo he conseguido. Logré mi sexto mar. Estoy contento.