17 de enero de 2016

En octubre de 2008, el día previo a mi cruce de Catalina, Nora y yo fuimos a nadar en Long Beach. Recuerdo cómo vi asustado la temperatura del agua: 16 grados centígrados.

Al día siguiente tendría una de las experiencias más complicadas, posiblemente el nado que mayor esfuerzo me ha exigido. Además del viento y las olas, el agua rondaba los 15 grados. Recuerdo con claridad el frío que sentía.

 

A raíz de mi decisión de intentar los Siete Mares, desde el principio supe que uno de mis mayores retos sería cruzar el Canal del Norte. La temperatura fluctúa entre los 12 y 14 grados y, como me comentó un día Penny Palfrey, esas temperaturas no son usuales ni en Australia ni en México.

The Cove, en La Jolla, ha sido mi centro de entrenamiento durante los últimos años. Tengo una rutina de viaje, un lugar en donde quedarme y amigos con quienes nadar.

El organizador del grupo es Tom Hecker. Conocí a Tom en 2008, cuando ambos nos preparábamos para la Triple Corona. A él le faltaba Catalina, mientras que yo la intentaría en un año.

Desde el principio hubo química entre nosotros y siempre me ha ayudado no sólo cuando nadamos, mostrándome las diferentes rutas, sino también fuera del agua.

Gracias a él conozco La Jolla Athletic Club —un lugar en donde al salir de las aguas heladas puedes meterte a un jacuzzi delicioso—, los diferentes restaurantes para desayunar o comprar café con un pan y a varios de los nadadores que están en su grupo.

Ayer coincidí con dos de ellos, Frank Whittemore y Michella Thomas. Mientras que ésta es la primera vez que nado con Michella, Frank, al igual que Tom, ha sido un compañero recurrente. Nadamos varias veces el año pasado, pero recuerdo con especial aprecio el día que me acompañó en un nado de 6 horas.

Cuando un nadador del grupo planea un nado largo, se anuncia entre los integrantes y, según el horario y la distancia del recorrido, los acompañantes se apuntan. Frank me ayudó, si no mal recuerdo, dos horas antes de tener que ir al dentista. Además, me enteré de que lee mi blog, y me comentó que le gustó mi relato de Tsugaru.

La cita de ayer era a las 6:30 de la mañana. Le advertí a Nora que tenía que ser puntual, ya que Tom no hace excepciones. En el camino ella me informa que me acompañará en la segunda parte del entrenamiento.

En The Cove hay varias rutas, pero normalmente nadamos de ida y vuelta al muelle, alrededor de 4.8 kilómetros, y luego a la torre de salvavidas, 3.2 kilómetros. Mientras nosotros hacíamos ese recorrido —dos horas y media en total—, Nora se quedaría en la playa.

Antes de entrar a nadar la pregunta obligada es a qué temperatura está el agua. Con el día anterior como referencia, Tom predice 58 grados Farenheit, 14.4 grados Celsius.

En mi mente están los 12 grados centígrados de San Francisco en noviembre pasado, por lo que al ingresar al agua me siento a gusto. Mejor dicho, no me duele nada.

El viento sopla un poco y hay olas durante la primera parte del recorrido al muelle. De regreso se complica la entrada a la playa; dejamos a Frank y Michella, y Tom y yo continuamos a la torre.

A nuestro regreso, después de 8 kilómetros, Nora lo sustituye y terminamos las 6 horas sin problema. A la salida revisamos la información y con gusto vemos que la temperatura del agua fue de 14.44 grados Celsius. Veremos si la consideran válida para calificar al cruce del Canal del Norte.

Comimos algo ligero, descansamos y salimos a cenar temprano. Quedamos de vernos el día siguiente a las 7:20 horas para llevar a Ximena a correr y nosotros ir a nadar con Tom.

Llegamos a The Cove y la playa estaba desierta. Las olas que ayer complicaron la entrada y la salida se convirtieron en una pared a lo largo de más de 60 metros; llegaban de forma paralela a la costa, pero estaban casi a cuarenta grados de la playa. Entrar y salir se veía complicado.

Me acerqué a Tom y le pedí su opinión. Le sugerí que nos fuéramos al otro extremo, para entrar por The Shores. Por un momento lo pensó y me preguntó “¿Cómo te sientes?” “Bien”, le respondí. “ Si crees que podemos entrar, te acompaño.” “Intentémoslo pues”.

Cada escalón que bajábamos las olas se veían más grandes. Nunca había visto olas de este tamaño y con tanta fuerza en The Cove. Empecé a dudar, pero era tarde para salirme. Nora y yo comentamos que sería un día interesante.

Tom calculó el mejor momento para salir y nos sumergimos, iniciando con toda fuerza nuestro ataque.

Ante el reto olvidé mis lecciones de estilo y, por unos segundos, braceé tan fuerte como pude. Avanzamos,  el dolor en el hombro me recordó que debía corregir mi brazada y logramos pasar la primera ola. Brincamos la segunda, pero la tercera nos reventó. Nos sumergimos y, al salir, nuevamente nadamos lo más rápido posible. Nos tomó alrededor de 5 minutos, pero finalmente estábamos del otro lado. Elegimos un trayecto y nadamos durante media hora. En mi cabeza no había espacio para la temperatura del agua o el ritmo al que íbamos. En lo único que iba pensando era cómo saldríamos de ahí.

Cuando llegamos al punto acordado para regresarnos, le pregunté a Tom cómo le íbamos hacer. Hombre de pocas palabras, me contestó “regresar por donde entramos”. Eso era obvio, pero quería saber más acerca de la estrategia. Nora puso cara de susto y me dijo que ella se quedaba junto a mí.

Conforme nos íbamos acercando se veía cada vez más grande la zona cubierta por la espuma que producía el reventar de las olas. A unos 200 metros de la entrada paré a Tom y le pregunté nuevamente cuál era la estrategia.

Apuntó a una casa al oeste de la torre de guardavidas. Ésa sería nuestra referencia y, en cuanto viéramos que estábamos en ángulo a la playa, entraríamos.

Emprendimos la entrada. Cuando calculamos que estábamos en el lugar correcto nos paramos a esperar la ola correcta.

Pasó una, nos reventaron dos y finalmente llegó la indicada. Furiosamente pataleamos y braceamos, los tres casi uno arriba del otro, avanzamos alrededor de 50 metros y al momento de la resaca el agua nos llegó debajo de la cintura. La fuerza del agua me jaló y mi pie pegó contra una roca. Pensé que lo habíamos logrado.

Me volteé y le dije a Tom, “lo logramos”. “Lo logramos hasta que estemos en la playa,” respondió.

Llegó otra ola y, finalmente, nos depositó en la playa. Las personas que estaban tomando fotografías de los lobos marinos no daban crédito. Nosotros tampoco. Lo habíamos logrado.

Más tarde subimos un video y nos enteramos de que después de nuestra salida los guardavidas habían prohibido la entrada. Las condiciones estaban complicadas.

El agua no había estado a menos de 14 grados, como hubiera querido, pero la aventura de hoy quedará como una de las anécdotas de nado con mayor nivel de adrenalina.