Abril 25, 2016
En septiembre de este año se cumplen 40 años desde que llegué por primera vez a California. En aquella ocasión venía lleno de emoción por finalmente dejar atrás un camino al que no le veía posibilidad de éxito. Intuía que el círculo vicioso en el que estaba metido no tendría un final feliz.
Tuve la fortuna de que Shirley y Bill Lee me adoptaran. De un día a otro mi vida cambió. Su generosidad me dio la posibilidad de una vida totalmente diferente a la que hubiera tenido si me hubiera conformado con lo que México me ofrecía. El destino me llevó a Stanford y el resto es historia.
El miércoles regresé a la que considero mi segunda casa, el lugar al que escapo cuando tengo que meditar, cuando necesito encontrar rumbo, cuando quiero imaginarme lo inimaginable.
Me ha entrado una urgencia de completar lo que me falta. Por eso regreso a San Francisco. Ahí empezó todo; probablemente ahí también termine. Me faltan dos mares, dos mares con aguas fías, y en mi segunda casa puedo entrenar.
En los próximos meses San Francisco será mi centro de entrenamiento. Aquí vendré a experimentar el agua fría, a sufrir los cambios de temperatura poco a poco en mi cara, oídos, manos y pies. Sentiré cómo van perdiendo la sensibilidad hasta que se entuman totalmente. En ese momento los opuestos se juntarán y parecerá que es calor.
En la zona que se conoce como Aquatic Park hay dos clubes que se fundaron desde finales del siglo XIX, el South End Rowing Club (SERC) y el Dolphin Club (DC). Ambos son para socios, pero están abiertos a ciertas horas para el público en general. En noviembre pasado visité por primera vez SERC. Aprendí a dejar mi toalla en el sauna antes de bajar y no salirme de la zona marcada como “the cove”.
A un mes de Moloka’i, mi visita a Palo Alto para celebrar el cumpleaños de mi hijo David iba a coincidir con mi primer entrenamiento largo, 3 horas. Además, sería una oportunidad de evaluar cómo me sentía en el agua fría.
El miércoles pasado fue mi primera incursión. El agua estaba como a 13.7ºC. Me dolió mucho y apenas pude terminar. El jueves bajó la temperatura y para el viernes tuve que nadar con vientos y lluvia. Todos los días, cuando cumplí la primera hora de nado sentí dolor y falta de sensibilidad.
El viernes en el transcurso del día me llegó un correo de Ranie Pearce, una de las nadadoras de la comunidad en San Francisco, diciéndome que sabía por Suzie Dodds que iría a nadar y que quería platicar conmigo sobre mi cruce de Moloka’i, pues ella lo va a intentar en los próximos meses. Me invitaba a quedarme después de mi entrenamiento para platicar y conocer a otros nadadores. La posibilidad de conocer a otros nadadores me motivó y el sábado llegué temprano para completar mis 3 horas.
Camino al nado hablé por teléfono con Nora. Comentamos cuál sería mi estrategia, cómo me alimentaría y dejamos abierta la posibilidad de cortar el nado si me sentía mal.
Llegué al SERC seguro de mi rutina, pagué mi entrada de visitante, subí las escaleras, dejé mis cosas cerca de la ventana, metí mi toalla al sauna y bajé a la playa. Llevaba 5 botellas de agua y mis Accel Gel. Los organicé, confirmé que mi bolsa de basura estuviera en su lugar y me metí a nadar.
Mi intención era dar 12 vueltas al recorrido que, como me enteraría horas después, es el más aburrido. Sin embargo, no conocía otras posibilidades y no quise arriesgarme.
A la hora me sentí bien y a la hora y media tuve un bache, pero terminé sin problema las tres horas. Lo decepcionante es que el agua no estaba tan fría como deseaba, 13.5ºC, pero no puede hacer nada.
A mi salida me encuentro a Ranie, quien, al igual que muchos de los que están presentes, acaba de terminar un nado local. Me presenta a varias personas, entre ellas a Simon Domínguez. Quedamos de vernos en unos minutos.
Subo a los vestidores, me meto al sauna y me doy cuenta de que todos los presentes son parte de una comunidad. Se conocen, comparten historias, disfrutan bebidas. Me congratulo pensando que tal vez éste es un proceso de iniciación.
Bajo al comedor sin saber realmente qué me espera. No conozco a nadie, pero me han dicho que asista. Veo la comida: arroz, ensalada, frijoles, guisado y fresas. Muy fresa, me sirvo un plato conservador y un cafecito.
Simon me llama y me presenta a Kimberly Chambers. No lo puedo creer, estoy frente a una de las diosas de los Siete Mares. Menos creíble es cuando me felicita por Moloka’i y me dice que siguió mi nado. Wow, toco el Olimpo.
De la nada viene la pregunta, “¿cuándo te regresas? ¿quieres nadar mañana?” Dos opciones, mentir o tomar la oportunidad. “Salgo a las 13:30 horas, pero puedo venir mañana a nadar. ¿A qué hora empiezan?”
“Seis de la mañana”, responde Kimberly. “I am in”, le digo.
Llego a Palo Alto y, como niño chiquito, le digo a Lucía que me han invitado a nadar el domingo, que me tendré que levantar a las 4:15 horas para llegar a tiempo. Me desea un buen nado.
En la noche Simon me envía un correo confirmando nuestra cita. Me tranquiliza que habrá alguien que me abrirá la puerta, esa puerta que siempre alguien más controla.
A las 5:30 horas estoy frente a la puerta y toco el timbre, pero nadie abre. Son las 5:40 y sigo afuera. Espero que no haya sido una broma. Finalmente, a las 5:47 aparece alguien y puedo entrar. Ya en el vestidor llega Simon y las cosas empiezan a fluir.
A las 5:58 estamos en la playa, listos para el nado dominguero. Sé que cada quién tiene una distancia diferente, pero aparentemente todos vamos a iniciar la misma ruta.
Nadar en un grupo grande es difícil. Hay varios ritmos y la clave es encontrar rápidamente en dónde perteneces.
Mi apuesta es que si me quedo cerca de Kimberly va a pasar una de dos cosas: o va a ser lo suficientemente generosa para nadar a mi ritmo o me va a decir que mi ritmo es lento y que me busque otra pareja.
No me equivoco. Empezamos a nadar y estamos en ritmo. Llegamos a la primera parada y me anuncia que ella habla mucho cuando nada. Luego me pregunta que si a mí también me gusta hablar.
No le puedo contestar que hablo mucho en mi mente, que no me gusta parame a platicar y que por lo general soy un nadador solitario.
Entonces le digo que sí, que hablo. Primera parada, platicamos, segunda parada platicamos, tercera parada platicamos y le digo: “en serio platicas”. Me contesta: “en el agua resuelvo los problemas del mundo”. “¿Te puedo citar en mi blog?”, le pregunto. “Adelante”, responde.
Terminamos el nado y me salgo contento a la hora, sabiendo que en mis próximos nados en San Francisco puedo contar, además de Mauricio y Susan, con otros amigos.